jueves, 22 de abril de 2010

Épica del supermercado





La otra tarde entré a un supermercado y ví que una gran cantidad de comestibles salía a mi paso, me hacían invitaciones y me conducían por un pasadizo donde a cada lado los ojos de los frascos me vigilaban, los enlatados hacían crujir los dientes de manera escalofriante, y de los paquetes plásticos salían unas manos gangosas que a veces se quedaban pegadas a mis pantalones
Como yo iba a adquirir poca cosa, los carros salían de sus sitios e intentaban acomodarse a mis manos; yo los rechazada y entonces daban unas vueltas locas
En las esquinas había espejos para controlar a los consumidores menores que, como yo, sólo iban a meter los dedos en los encurtidos o a tocar algunas copas vírgenes. Los polizontes andaban detrás de mí barba a ver si yo me metía una lata de sardinas en mi bolsillo, o si era capaz de sublevarme comprando una carísima botella de vino francés. Pero no: yo me entretenía con las piernas de las recién casadas, que iban al supermercado a desinflar los primeros sueldos de sus maridos. También a comer pasas o almendras, o a pellizcar arenques ahumados. Los embutidos parecían recobrar su antigua forma animal y me halaban las mangas de la camisa. Yo quería evadirlos, pero de todos modos lograban tomar desprevenido a mi estómago, haciéndolo rugir.
Fuí rápido buscar lo único que necesitaba: una lechuga fresca, la cual pagué con la última moneda que llevaba. Miré hacia atrás, y el supermercado me miraba con una mueca de fracaso. Salí silbando con mi lechuga y un poco más adelante, se la dí a un perro que necesitaba una almohada para pasar la noche.

Gabriel Jiménez Emán.

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